Tanto limita la pobreza la capacidad de los individuos de ser libres, de disfrutar de sus derechos más elementares, de vivir dignamente, de ocupar un puesto de pleno derecho en la sociedad, que la pregunta puede parecer absurda. En efecto, ¿cómo puede uno disfrutar de su derecho a la libre expresión o del derecho de voto cuando no sabe leer ni escribir? ¿Cómo puede uno disfrutar de un derecho cualquiera cuando está condenado a morir antes de la edad de 5 años? ¿Cómo puede uno disfrutar del derecho al alojamiento, a la salud, etc., cuando ni siquiera tiene domicilio?
Es sin duda por eso que la Declaración Universal de los Derechos Humanos (adoptada en el 1948) incluye en su artículo 25 “derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez y otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad”.
Esos distintos derechos fueron especificados en el Pacto Internacional relativo a los derechos económicos, sociales y culturales (PIDESC) adoptados en 1966. Además, los artículos 6 y 9 de dicho pacto incluyen el derecho al trabajo, a condiciones de trabajo justas y favorables, a un sueldo equitativo, a la formación de sindicatos, así como el derecho de huelga y el derecho a la seguridad social.
La Declaración y el Programa de acción adoptados en la Conferencia Mundial sobre los Derechos Humanos en Viena en 1993, afirma en su punto I.25 que “la pobreza extrema y la exclusión social constituyen una violación de la dignidad humana” y en el punto I.14 que la pobreza extrema se opone “al disfrute pleno y efectivo de los derechos humanos”. Desde entonces, varios otros programas de acción, conferencias y resoluciones de la Asamblea General de la ONU reafirmaron estos derechos así como la universalidad, la indivisibilidad, la interdependencia y la interacción de todos los derechos humanos.
Frente a estas numerosas declaraciones solemnes y compromisos jurídicos de casi todos los estados miembros de la ONU2, dos importantes observaciones han de ser hechas.
Primero, según las estadísticas del Banco Mundial, la pobreza todavía afecta casi a la mitad de la población de los países en vías de desarrollo3. La pobreza extrema afecta casi a mil millones de personas. Si los países del Sur son los más afectados, los del Norte tampoco están a salvo de este fenómeno.
Si, siempre según estas mismas estadísticas, la pobreza disminuye en porcentaje de población mundial, apenas ha disminuido en cifras absolutas y sigue aumentado en África. Además, las desigualdades en el mundo no dejan de crecer. Crecen tanto dentro de los países como entre los países4. El mundo nunca ha sido tan rico como hoy en día. Los ingresos de las personas extremadamente ricas aumentan mucho más de prisa que el crecimiento mundial, un 11,5% entre el 2005 y el 20065. El mundo consta de casi 100 000 personas con activos financieros superiores a 30 millones de dólares. Cada día, 50 000 personas mueren por razones vinculadas a la pobreza6.
Además, a pesar de los numerosos informes, resoluciones y declaraciones de la ONU, el hecho de que la pobreza sea una violación de los derechos humanos sigue sin estar reconocido por todos. Muchos pensadores políticos de ciertas corrientes siguen negando que los pobres merezcan el menor derecho, bien porque no se podría indicar claramente quién tendría una obligación hacia ellos, o porque no se podrían tocar las pertenencias de los ricos sin violar sus derechos humanos.
Una solidaridad discutida
A pesar de que hoy en día existe un consenso mundial para dar prioridad a la lucha contra la pobreza en el marco de la cooperación al desarrollo, subsisten las dudas sobre la voluntad tanto de los países donantes como de los países beneficiarios de enfrentarse realmente al problema. También resulta impactante constatar que los textos propugnando esta lucha contra la pobreza, que procedan del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional o incluso de ciertas agencias de la ONU tales como el PNUD, no mencionan su vínculo con los derechos económicos y sociales.
Los Objetivos del Milenio, solemnemente adoptados en el 2000 con ocasión de la Cumbre del Milenio de la ONU, seguramente no serán efectivos en el 2015. Las instituciones de Bretton Woods, que piden a los países pobres que les presenten un Documento Estratégico de Reducción de la Pobreza, siguen imponiendo sus políticas neoliberales sospechadas de agravar la pobreza (liberalización, privatización, desregulación…)7.
La solidaridad Norte-Sur no es tal, y cada vez se pone más en entredicho. Progresivamente, la “reducción de la pobreza” ha sustituido al “desarrollo” aunque ambos conceptos no son sinónimos. Otros autores dudan que la ayuda al desarrollo sea útil y aseguran o que el mercado es un mecanismo más eficaz para favorecer el crecimiento y, a largo plazo, la reducción de la pobreza8; o que la pobreza de los países del sur es la consecuencia de su propia mala gestión política y de su cultura9. Estos argumentos no pueden ser objeto aquí de un estudio detenido, pero hace falta mencionarlos para subrayar que el derecho a la solidaridad no está generalmente aceptado, a pesar de la Carta de la ONU y el Pacto Internacional relativo a los Derechos Económicos, Sociales y Culturales que lo hacen sin embargo obligatorio para los Estados10.
Estas actitudes negativas hacia la solidaridad no tienen por qué sorprendernos, en la medida en que siempre han existido, aunque dos filósofos (Condorcet et Paine) defendían ya en el siglo XVIII la idea de que quienes dependían de su trabajo o quienes no tenían medios de subsistencia eran ciudadanos como los demás y que su bienestar debía ser garantizado por derechos. Esas ideas asustaron tanto en Francia, en Estados Unidos y en Inglaterra, que fueron mal representadas o desechadas11.
Principios directores de la Sub-comisión
Éste es el contexto en que se tienen que interpretar los Principios Directores sobre “la pobreza extrema y los derechos humanos”, adoptados el año pasado por la Sub-comisión de la promoción y protección de los derechos humanos12 y sometidos actualmente al examen del Consejo de los derechos del hombre.
Un marco legal que tendría que permitir, a largo plazo, la erradicación de la pobreza sería así pues necesario. Aunque no haya ningún consenso sobre las mejores estrategias que han de ser adoptadas, una obligación jurídica de solidaridad con los pobres y la consolidación de la justiciabilidad de los derechos económicos, sociales y culturales pueden agilizar el establecimiento de sistemas de protección social, una fiscalidad progresiva favoreciendo la redistribución, la soberanía y la seguridad alimentaria y, a nivel mundial, una solidaridad entre el Norte y el Sur basada sobre la redistribución de las oportunidades y de las riquezas. En una época en la que la mundialización se ve como fuente de oportunidades y riesgos, resulta así pues muy útil considerar la pobreza como una violación de los derechos humanos y como un problema del conjunto de la comunidad internacional.
Preguntas por resolver
Aunque estos principios están decididamente en el campo de los partidarios de la solidaridad y de la obligación jurídica, el documento suscita sin embargo algunas observaciones
Primero, aunque los principios consideran la pobreza como una “violación de la dignidad humana”, se olvidan de calificarla también como una violación de los derechos igualitarios e inalienables de todos los miembros de la familia humana, según lo subrayado en sus prolegómenos. Cabría también integrar a modo de introducción los artículos 7 a 32 del informe final del coordinador del grupo de expertos citados anteriormente13 en sus Principios Directores.
Una segunda observación concierne a la “distinción” mantenida entre la pobreza y la pobreza extrema. Tal distinción, por otro lado muy arbitraria, no resuelve para nada este problema y no permite enfrentarse a las fuentes de este escándalo que mina los derechos humanos. Esta aproximación reduccionista de la pobreza no es sino la enésima de una serie de textos y está en contra del artículo 11 del PIDESC que reconoce a toda persona un “nivel de vida suficiente para ella misma y su familia”, lo que va mucho más allá de la pobreza extrema. Además, los Principios evocan a menudo a los pobres en general y su título trata de los “derechos de los pobres”. Es por eso importante remediarlo armonizando el documento en cuestión.
Un tercer punto concierne a lo que no se menciona en el texto. Como ha sido dicho ya, importantes dudas permanecen respecto a las estrategias que se tienen que adoptar para luchar contra la pobreza a nivel mundial. Pero de hecho, la “multidimensionalidad” de la pobreza impide hacer la distinción entre las causas y las consecuencias de la pobreza y, así, analizar dichas causas. En los países del Sur, éstas tienen que ser vinculadas, entre otras cosas, al sistema político, económico y social implementado por los países ricos. Por eso, es indispensable que los Estados respeten los tres niveles de obligaciones en materia de derechos humanos: respetarlos, protegerlos e implementarlos. En el contexto actual, bastaría con que los Estados ricos se abstuvieran por ejemplo de imponer a los más pobres políticas económicas que ponen en peligro la subsistencia de las poblaciones enteras (pérdida de empleos y de poder adquisitivo, éxodo masivo de campesinos, etc.). Del mismo modo, hay que tener en cuenta el contexto histórico de la colonización.
Finalmente, el último punto concierne a la lucha contra las desigualdades, en las que no se hace bastante hincapié en los Principios Directores mientras que el vínculo entre éstas y la pobreza es obvio y que constituyen grandes obstáculos en la aplicación efectiva de los derechos humanos.
Conclusión
Como conclusión, destacamos la importancia de la existencia de un marco jurídico en la lucha contra la pobreza que recalque el derecho a la solidaridad y la implementación efectiva de los derechos económicos, sociales y culturales en todo el mundo. Por eso, la adopción de los Principios Directores por el Consejo de los Derechos Humanos, teniendo en cuenta las observaciones citadas anteriormente, puede constituir una herramienta
valiosa.