El confinamiento ha demostrado, si era necesario, la importancia del respeto y la aplicación efectiva de todos los derechos humanos (civiles, políticos, económicos, sociales y culturales), al tiempo que ha puesto de relieve numerosas violaciones de dichos derechos.
En efecto, el confinamiento nos muestra una vez más que los derechos económicos, sociales y culturales, como el derecho a la alimentación, el derecho a la salud, el derecho a la vivienda, el derecho al trabajo o el derecho a la educación son tan cruciales como los derechos civiles y políticos[1]. No olvidemos que las autoridades nos recuerdan constantemente que la finalidad del confinamiento y las acciones de barrera sanitaria (distanciamiento físico, lavado de manos, etc.) es proteger el derecho a la vida de todos y cada uno de nosotros y expresa así el valor que se da a la vida humana en nuestras sociedades. Sin embargo, ¿qué sucede con las personas que pertenecen a grupos socialmente excluidos, que están particularmente en riesgo de contagio, por ejemplo, las personas hacinadas en barrios de chabolas sin agua corriente? ¿Qué sucede con la protección efectiva del derecho a la vida de esas personas cuando las medidas sanitarias son materialmente imposibles de aplicar para ellas debido a la violación previa de sus derechos sociales (falta de vivienda, trabajo, alimentación, acceso al agua potable)? O también, por citar un ejemplo de Ginebra, ¿cumple realmente un Estado sus obligaciones en materia de derechos humanos cuando los agentes de policía de ese Estado intervienen para detener una operación de distribución de alimentos a centenas personas necesitadas? ¿Es aceptable que en los países ricos decenas de millones de personas estén necesitadas? ¿Es tolerable que hoy en día casi la mitad de la humanidad se vea privada, en mayor o menor medida, de la satisfacción de sus necesidades básicas (alimentación, agua, vivienda adecuada, trabajo decente, educación…)?
Estos ejemplos nos recuerdan que la violación de un derecho humano puede poner en peligro el disfrute de todos los demás. Así pues, la denegación, de jure o de facto, del derecho a la vivienda tiene consecuencias dramáticas en cascada y provoca múltiples violaciones de los derechos humanos en las esferas del empleo, la educación, la salud, los vínculos sociales, la participación en la toma de decisiones (privación de los derechos civiles, entre otras).
Los Estados, en virtud de sus compromisos internacionales, están obligados a proteger, promover y cumplir todos los derechos humanos de todas las poblaciones bajo su jurisdicción, en primer lugar de las más vulnerables (menores, población de edad, refugiadas y refugiados, migrantes, población con discapacidades, etc.). También deben abstenerse de violar los derechos humanos de otras poblaciones que viven bajo la jurisdicción de otros Estados mediante medidas como los embargos de alimentos o de productos médicos. Además, los Estados que disponen de medios deben ser solidarios con quienes, por diversas razones (desastres naturales, epidemias, falta de recursos o de capacidad técnica, etc.), no pueden garantizar el disfrute de los derechos humanos por parte de sus poblaciones.
Sin embargo, en la práctica, se pueden observar violaciones masivas de los derechos humanos en todos los continentes. En efecto, para algunos Estados, la economía tiene que funcionar a toda costa (independientemente del sector y de su utilidad social en una situación de emergencia), ignorando los peligros de la pandemia para los trabajadores afectados y la salud pública, mientras que al mismo tiempo dichos Estados no tienen capacidad para ofrecer a su población productos médicos y/o alimentarios. Además, la mayoría de los países se ven privados de una red de atención de la salud digna de ese nombre, incluso en Occidente.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? En la raíz de la misma se encuentran las decisiones económicas y políticas tomadas, voluntaria o involuntariamente, en las últimas décadas. Estas decisiones han excluido al Estado del ámbito económico y han reducido los recursos presupuestarios asignados al sector público, en particular en el ámbito de la salud. El papel de los Estados se ha limitado (más o menos) a cuestiones de seguridad y a la represión de su propia población, que a menudo exige justicia social y protesta contra la destrucción de su entorno vital.
En efecto, sometidos a los llamados Programas de Ajuste Estructural (PAEs) o a medidas similares, Estados de todo el mundo han sido testigos de la destrucción de sus servicios públicos (educación, salud, agua, transporte, etc.) y de su campesinado (supresión de las ayudas a los campesinos familiares, liberalización del mercado alimentario, etc.), indispensables para garantizar el disfrute de los derechos humanos por parte de sus poblaciones sin discriminación alguna, así como de la privatización de estos sectores. Además, esos países se han visto a menudo obligados a abandonar todo control sobre los precios e intercambios, y a promover la libre circulación de capitales. Impuestos desde la década de los años 70 a los países endeudados del Sur, los PAEs (o medidas similares con otras denominaciones) se han ampliado a los países del Norte, como las medidas de austeridad reforzadas impuestas después de la crisis financiera de 2007-2008 a Grecia por la troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional). Además de la destrucción de los servicios públicos y del campesinado familiar, las consecuencias de esos programas han sido un aumento de la pobreza, la precariedad y la desigualdad tanto entre los países como dentro de ellos.
Al someterse a los PAEs, de forma voluntaria o no, los Estados (la mayoría de los Estados miembros de las Naciones Unidas) no sólo han renunciado a su soberanía y, por lo tanto, a la soberanía de sus pueblos, sino que también han renunciado a la obligación de garantizar el disfrute de todos los derechos humanos de todos los pueblos que se encuentran bajo su jurisdicción.
[1] Por ello, además, los Estados Miembros de las Naciones Unidas afirmaron de manera unánime y solemne en la Conferencia Mundial de Derechos Humanos, celebrada en Viena en junio de 1993, que “los derechos humanos son universales, indivisibles, interdependientes y están relacionados entre sí”, sin hacer ninguna distinción ni crear ninguna jerarquía entre ellos.